Egipto: los problemas estratégicos
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“El levantamiento de Egipto es un evento de proporciones histórico-mundiales. Ha puesto al más grande e importante país del mundo árabe a un paso de una revolución” [1].
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La rebelión egipcia ha puesto sobre la mesa un conjunto de problemas estratégicos. El primero de ellos es el de su impacto internacional. Siendo el país decisivo de Medio Oriente con sus 80 millones de habitantes, deja inciertas perspectivas para el imperialismo en una región de importancia global convulsionada por una irrupción de masas sin precedentes. Porque en los hechos lo que se ha abierto es un proceso regional que coloca a la orden del día el problema de la revolución en todo el mundo árabe.
El segundo, las perspectivas de la propia “revolución” egipcia: sus alcances, límites y desafíos para transformarse de rebelión “democrática” en revolución social llevando al poder a las masas populares encabezadas por la clase obrera. Es a este segundo aspecto al que nos dedicaremos aquí.
El rol bonapartista del ejército
Una de las “postales” más características de la rebelión egipcia ha sido el “entremezclamiento” de los tanques con la población movilizada. Fotos así no se veían, quizás, desde la Revolución Portuguesa de 1975, que acabó con la dictadura de Salazar.
Se puede decir que, en Egipto, las FFAA tienen un rol “especial” que viene desde hace 50 años con el golpe antimonárquico de Gamal Abdul Nasser. En los años 1940, un movimiento nacionalista de masas fue creciendo en Egipto. En julio de 1952 una rebelión de la oficialidad joven (el Grupo de los Oficiales Libres) tira abajo a la monarquía, echa del país a Inglaterra –que era quien la apañaba– y establece una República. Los tres presidentes que se sucedieron desde entonces fueron oficiales provenientes de las Fuerzas Armadas: Nasser, Sadat y Mubarak.
El ejército conserva un importante prestigio por su rol anticolonial y por las guerras llevadas adelante contra Israel más allá del resultado de las mismas. En todas estas décadas, ese prestigio lo ha utilizado para ser el garante del capitalismo egipcio: lo más lejos que llegó fue a los rasgos antiimperialistas en el apogeo de Nasser, pero eso quedó lejos y hace tiempo, como veremos enseguida.
Las FFAA se han erigido así por “encima” de la Nación, sus instituciones y clases sociales. Este rol es llamado en el marxismo, bonapartismo. Este papel bonapartista puede ser ejercido de dos maneras: como bonapartismo de izquierda o como bonapartismo de derecha. Cuando se ejerce como bonapartismo de izquierda, va acompañado de medidas populistas, de cierta apertura al movimiento de masas, incluso llegando a facilitar la organización controlada del movimiento obrero. Su base material: más o menos amplias concesiones económico- sociales al movimiento de masas.[2]
Pero este rol de “arbitraje” también se puede cumplir hacia la derecha, reprimiendo duramente al movimiento de masas, obrero y la izquierda. No hay que olvidar que el bonapartismo burgués siempre termina siendo, repetimos, el garante del capitalismo. Esto se vivió en Egipto con el antecesor de Mubarak, Anwar el-Sadat, con su política económica neoliberal de “puertas abiertas” y su capitulación a EEUU e Israel con los acuerdos de Camp David. Mubarak llegó luego del asesinato de Sadat, en 1981, sólo para seguir esta misma senda: tirar al cesto de la basura el ideario nacionalista burgués y alinearse sin rubor a los EEUU e Israel, colaborando incluso en el aislamiento de la población palestina de Gaza.
No por casualidad, Joe Biden, vicepresidente de Obama, dijo lo siguiente: “Mubarak ha sido nuestro aliado en numerosas cuestiones. Y ha sido muy responsable respecto de nuestros intereses geopolíticos en la región, los esfuerzos de paz en Medio Oriente, las acciones que ha tomado para normalizar sus relaciones con Israel. No me referiré a él como un dictador”.[3]
Este rol bonapartista de las FFAA fue claramente preservado y ejercido en la crisis. Hoy son las Fuerzas Armadas las que han asumido directamente el poder. Durante los días de la rebelión ensayaron un movimiento a “izquierda” negándose a reprimir so pena de dividirse y estallar en mil pedazos. Hubo ejemplos muy concretos de confraternización de la tropa con la movilización popular. Esto contrastó con la odiada policía del régimen, la que se vio desbordada y fue obligada a dejar las calles.
Sin embargo, la realidad dista de ser “rosa”. Aunque el ejército hubiera querido disparar sus cañones sobre la multitud, la represión hubiera terminado en tal baño de sangre que sus perspectivas no hubieron sido menos que inciertas: habrían provocando, eventualmente, el salto de la rebelión en verdadera revolución hecha y derecha configurando un salto al vacío.
Fue más “económico”, entonces, obligar a renunciar a Mubarak. En todo caso, hay algo de nefasto en el rol ensayado por el ejército durante los días de la rebelión: al ser el garante en última instancia del capitalismo en Egipto, es un enemigo del movimiento de masas a pesar de sus oropeles “antiimperialistas”.
En esas condiciones, habría que llevar adelante un trabajo político en su seno apuntando a la división del sector plebeyo con la oficialidad. Esta es la orientación clásica del marxismo revolucionario hacia el ejército. Sobre todo, cuando se trata de un ejército de este tipo donde su reclutamiento sigue basándose aparentemente –pero esto debe ser chequeado– en la conscripción.
El llamado de diversas fuerzas políticas a “confiar” en las Fuerzas Armadas es uno de los más graves peligros: el más dramático en estos momentos donde la primera tarea planteada es, justamente, pregonar la desconfianza al mismo tiempo que se apoyan las luchas obreras en curso. El mismo Obama, cuando hizo declaraciones tras la caída de Mubarak, salió a destacar “el sentido de responsabilidad del gran ejército egipcio”… Ya días antes su vocero Gibbs había remarcado que no existía “ninguna iniciativa en el sentido de retirar la ayuda” que por 1500 millones de dólares reciben anualmente las FFAA de parte de los EEUU.
A lo anterior se suma la estrecha relación de las FFAA con la burguesía egipcia. Estos vínculos provienen de las nacionalizaciones de los años 50, seguidas de las re-privatizaciones a partir de mediados de la década del 70. Prácticamente toda la propiedad extranjera fue estatizada a mitad de siglo. Pero luego, una parte de ella –no sabemos exactamente qué proporción–, fue re-privatizada, dejando vínculos estrechísimos entre los hombres de armas y los de negocios.
¿Berlín 1989? ¿Irán 1979?
Respecto de los acontecimientos en Egipto se han echado a rodar una serie de analogías en los medios escritos. Pocos las han planteado a los efectos de hacer una honesta caracterización de los alcances de los acontecimientos y sus posibles tendencias.
Un sector progresista estadounidense trata de asimilarlos a la caída del Muro de Berlín en 1989. La caída del estalinismo se inició como un movimiento popular desde abajo. Sin embargo, esta analogía no deja de ser interesada. Es que a nadie se puede escapar que, finalmente, el proceso fue canalizado hacia la derecha, dando lugar a la vuelta al capitalismo. Un retorno que hundió de conjunto el nivel de vida de las masas en vez de dar una salida emancipadora.
En el caso egipcio, el signo de los acontecimientos es inequívocamente revolucionario. Los acontecimientos de 1989 sólo pueden valer como analogía formal de lo que se está viviendo en Egipto: una emergencia popular desde abajo. Pero por su contenido y dinámica no tienen nada que ver: de ninguna manera está planteado que vaya a una regresión reaccionaria del tipo de la ocurrida en los países detrás de la llamada “cortina de hierro”.
Por el contrario, lo que se está abriendo paso realmente es el proceso de la revolución de los explotados y oprimidos del mundo árabe. En todo caso, de la profundización del proceso en curso, de la maduración de las fuerzas sociales puestas en escena, del progreso en la emergencia independiente de la clase obrera, y de la apertura del espacio para el marxismo revolucionario, dependerá la progresión anticapitalista del mismo: que se quede en el terreno de la democracia burguesa –o tenga nuevos zarpazos reaccionarios– o avance hacia una perspectiva socialista.
Respecto de las tendencias políticas probables de la revolución egipcia, viene otra analogía: la que pretende asimilar los acontecimientos con la revolución iraní de 1979. Sucintamente, en Irán los acontecimientos fueron la emergencia de una verdadera revolución con un enorme peso inicial estudiantil y obrero independiente, con una amplia influencia del PC iraní (y en parte también del maoísmo entre la juventud de los mujaidines), y la construcción de todo tipo de organismos independientes, amén de la destrucción del ejército del Sha.
Sin embargo, había una fuerza burguesa militante, con referentes claros e insertos en la comunidad que fue la que terminó imponiéndose dado su peso de masas: el reaccionario movimiento islámico del Ayatollah Jomeini. De ahí que lecturas interesadas –salidas de las usinas del imperialismo yanqui– estén agitando el “cuco” que ahora se vendrían los islámicos “radicales” de la Hermandad Musulmana a capitalizar el proceso…
Ya hemos señalado que más allá del carácter más o menos religioso de amplias porciones de la población (musulmanes y cristianos coptos), el proceso como tal fue absolutamente laico. O, en todo caso, “interreligioso”, mostrando la emergencia de un “campo” ideológico y político más “despejado” para las corrientes laicas e incluso de la izquierda revolucionaria. La realidad es que en Egipto para nada parece haber un escenario para un brutal giro ideológico conservador como el acontecido en Irán treinta años atrás.
En todo caso, visto el proceso de maduración de conjunto de la lucha de clases a nivel internacional, nos parece que la experiencia egipcia expresa una suma –y no sólo una mera “suma”, sino un salto en calidad– en la acumulación de experiencias que van desde las rebeliones populares latinoamericanas, hasta la rebelión en Grecia, pasando por el incipiente proceso de luchas obreras en Europa, y la emergencia de la clase obrera china todavía por reivindicaciones mayormente económicas o de sindicalización.
En resumen: el proceso revolucionario en Egipto, y la mecha de revolución que significa para todo el Medio Oriente, ha teñido de rojo una importantísima región del mundo: la situación mundial en su conjunto ha quedado más a la izquierda que antes del 25 de enero.
De la rebelión a la revolución, o cómo definir los acontecimientos
Para comenzar a responder a este interrogante, reproduzcamos lo que dice una agudo analista de los acontecimientos: “La cuestión que continúa ocupando a muchos observadores de las políticas del Medio Oriente es: ¿cómo pudo una población reducida a la apatía política lograr semejante sísmica y organizada movilización? ¿Cómo un país que sólo un mes atrás estaba siendo puesto cabeza abajo por una escalada de enfrentamientos sectarios interreligiosos, pudo unirse para crear uno de los más grandes terremotos de nuestro tiempo en el mundo árabe? Alejandría, donde sólo un mes atrás un muy bien preparado coche-bomba mató 23 cristianos, ha sido la anfitriona de demostraciones en las cuales coptos[4] y musulmanes rezaron conjuntamente, y las iglesias, junto con las mezquitas, sirvieron como centros de congregación de los manifestantes. Con millones en las calles, ninguna iglesia fue atacada, ni un incidente sectario reportado. Todo esto a pesar de que el Papa copto, Shenouda III, anunció su inequívoco apoyo a Mubarak el primer día de la movilización”.[5]
En fin, no deja de ser de enorme interés el problema de la caracterización del proceso de la lucha contra Mubarak. El hecho cierto es que no hay actor u observador en el terreno mismo del El Cairo, la Plaza Tahrir, Suez o Alejandría que no llame –hasta cierto punto con todo derecho– como “revolución” al levantamiento de las últimas semanas. Esto no puede dejar de tener que ver con las características del acontecimiento mismo.
Tomemos el ejemplo de Latinoamérica. En la última década hemos vivido un ciclo de rebeliones populares marcado por jornadas revolucionarias. Sin embargo, no recordamos que sus protagonistas llegaran a definirlas como “revolución”. Está claro que se trató de acontecimientos históricos como el “Octubre boliviano”, el “Argentinazo” o las jornadas antigolpistas de abril de 2002 y la lucha contra el parosabotaje de diciembre 2002- enero 2003 en Venezuela. Pero salvo por razones meramente propagandísticas, sólo una minoría llegó a llamar a estos acontecimientos “revoluciones”.
En Egipto quizás haya una explicación de importancia para esta diferencia: el contraste. ¿A qué nos queremos referir con esto? Al hecho que en Latinoamérica las rebeliones explotaron contra regímenes neoliberales pero de democracia burguesa, cualitativamente me nos represivos. En Argentina, sobre una población de 40 millones, hubieron “solamente” 30 compañeros asesinados; en Egipto, con una población del doble, sus muertos fueron cinco veces mayores!
Pero el hecho es que en Egipto, lo que las masas salieron a enfrentar, fue una dictadura feroz, sanguinaria, capaz de sacar –por poner un ejemplo– un joven bloguero de un cibercafé y lincharlo a patadas a plena luz del día; una dictadura que hasta pocas semanas atrás parecía incólume (aunque ya se habían encendido ciertas voces de alerta).[6]
Ese contraste brutal entre el día antes y el día después del desencadenamiento de la inmensa movilización popular, es el que puede haber puesto en la boca de todos sus actores la palabra “revolución”, expresando uno de los rasgos más característicos de toda autentica revolución: la entrada en la escena de las amplias masas que toman en sus manos sus propios destinos. Este es el inequívoco signo revolucionario de los acontecimientos en curso en Egipto.
Hay más. Los enfrentamientos entre las masas movilizadas y las fuerzas represivas fueron más duros que los vividos en Latinoamérica (excepción hecha, quizás, del caso Bolivia, donde el propio ejército entró a El Alto en octubre del 2003 y fue enfrentado con barricadas. Allí los muertos fueron 80 para una población que no llega a los diez millones).
En la Plaza Tahrir hubo enfrentamientos campales más enconados que los verificados en la Plaza de Mayo el 19 y 20 de diciembre del 2001. Los enfrentamientos fueron con la policía secreta y las bandas armadas por el régimen aunque no con el ejército, que se mantuvo astutamente al margen.
La misma Plaza Tahrir –definida por algunos como “la comuna anarquista de Tahrir”– expresó elementos de organización independiente: sus ocupantes llegaron a hablar de ella como de un “gobierno paralelo” a cargo de coordinar el movimiento día y noche: “nosotros creamos un ‘gobierno paralelo’, tenemos ‘consejeros’, ‘ministros’, hasta nuestra ‘policía’”. [7]
En los barrios populares, de la misma manera que vivimos en las rebeliones latinoamericanas, se armaron rondas de seguridad por parte de los vecinos ante la virtual desaparición de la odiada policía. Sin embargo, que sepamos, no se ha dado lugar –al menos no todavía– a la conformación de organismos sistemáticos de autodefensa.
Emergieron también toda una serie de movimientos independientes: los más conocidos son los de la juventud, como el “Movimiento 6 de abril” y que cumplió un papel de primer orden en la Plaza.
Pero sobre todo, hay un rasgo distintivo que apunta a caracterizar al proceso en Egipto por encima del inicio del ciclo latinoamericano: el ingreso a escena de la clase obrera. Este es un rasgo de enorme importancia: el proceso revolucionario inicia con un peso cualitativamente mayor de una clase obrera que viene en ascenso desde el año 2004. Muchos analistas opinan que lo que terminó inclinando la balanza fue justamente la huelga de brazos caídos de los 6.000 trabajadores del Canal de Suez que dejaron de operarlo a partir del 8 de febrero.
Todos los elementos anteriores inclinan la balanza para el lado de la caracterización del proceso como “revolución”, y uno no menor es la simultaneidad y alcance regional del proceso. Y, sin embargo, hay un elemento de mucho peso que si es desconsiderado puede desarmar frente a las tareas estratégicas que tiene planteado el levantamiento popular en Egipto: el problema de las Fuerzas Armadas.
¿Por qué? Por el hecho que el Estado conservó, incólume, el monopolio de la fuerza. No se trata que se le deba dar connotación de “revolución” solamente a aquéllas que cuestionen abiertamente el sistema: eso sería completamente sectario. En 1979 el sistema capitalista no fue abiertamente cuestionado en Nicaragua pero se trató de una revolución con todas las letras porque llevó a la quiebra y destrucción del ejército de Somoza.
Otras revoluciones tuvieron la misma consecuencia, insistimos, independientemente que no llegaran a expropiar a la burguesía. Por sólo nombrar algunas en la segunda mitad del siglo XX, podemos hablar de la boliviana en 152, la misma iraní en 1979. La quiebra del ejército fue el elemento inequívoco de estas revoluciones.
Otro elemento inequívoco es la construcción de organismos de doble poder. Fue también el caso de las dos revoluciones anteriormente nombradas (aunque no de la nicaragüense). En Bolivia, a sólo días de triunfar la revolución que desarticuló el ejército (al que se hace desfilar en calzoncillos), se funda la Central Obrera Boliviana, que en su apogeo fue mucho más que un mero “sindicato”: hizo las veces de organismo de poder. En Irán, el peso tan inmenso de la intervención de la clase obrera, dio lugar al surgimiento de los Shoras, verdaderos Consejos Obreros que llegaron a organizar no solamente los lugares de trabajo, sino el abastecimiento de las localidades.
Sin embargo, el problema que persiste, es que hasta el momento, que sepamos, estas experiencias no han logrado todavía “cristalizar” organizativamente, y mucho menos centralizarse de manera consecuente.
En definitiva, y más allá de que este último aspecto tampoco debe ser absolutizado, el hecho que nos preocupa realmente destacar es que el ejército egipcio no sólo no ha sido desbandado, sino que siquiera ha quedado en un rol de segundo orden.
Por el contrario sigue siendo –y más que nunca, si se quiere– la principal institución del régimen político, un peligro mortal para el proceso revolucionario, que incluso pone entre paréntesis en qué medida podría emerger siquiera una democracia burguesa “consecuente” en estas condiciones. En todo caso, un atributo clásico de una revolución sigue siendo la quiebra del Estado burgués, y esta es una tarea que sigue estando por delante para el proceso revolucionario egipcio.
La revolución debe golpear dos veces
El precisar los alcances y límites del levantamiento popular egipcio no tiene porqué dar lugar a lecturas sectarias de los acontecimientos. El extraordinario proceso revolucionario que se está viviendo en ese país es un acontecimiento de magnitud histórica llamado a tener las más amplias consecuencias en la región y el mundo también.
Pero como señalara Lenin, las revoluciones sociales están llamadas a golpear dos veces. La caída de Mubarak debe servir cual toque de rebato para preparar la segunda revolución: la que derribe al régimen capitalista egipcio abriendo las puertas a una salida socialista, obrera, campesina y popular no sólo en Egipto sino en todo el Medio Oriente.
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Notas:
1 Callinicos, Socialist Worker Nº 2237.
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“El levantamiento de Egipto es un evento de proporciones histórico-mundiales. Ha puesto al más grande e importante país del mundo árabe a un paso de una revolución” [1].
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La rebelión egipcia ha puesto sobre la mesa un conjunto de problemas estratégicos. El primero de ellos es el de su impacto internacional. Siendo el país decisivo de Medio Oriente con sus 80 millones de habitantes, deja inciertas perspectivas para el imperialismo en una región de importancia global convulsionada por una irrupción de masas sin precedentes. Porque en los hechos lo que se ha abierto es un proceso regional que coloca a la orden del día el problema de la revolución en todo el mundo árabe.
El segundo, las perspectivas de la propia “revolución” egipcia: sus alcances, límites y desafíos para transformarse de rebelión “democrática” en revolución social llevando al poder a las masas populares encabezadas por la clase obrera. Es a este segundo aspecto al que nos dedicaremos aquí.
El rol bonapartista del ejército
Una de las “postales” más características de la rebelión egipcia ha sido el “entremezclamiento” de los tanques con la población movilizada. Fotos así no se veían, quizás, desde la Revolución Portuguesa de 1975, que acabó con la dictadura de Salazar.
Se puede decir que, en Egipto, las FFAA tienen un rol “especial” que viene desde hace 50 años con el golpe antimonárquico de Gamal Abdul Nasser. En los años 1940, un movimiento nacionalista de masas fue creciendo en Egipto. En julio de 1952 una rebelión de la oficialidad joven (el Grupo de los Oficiales Libres) tira abajo a la monarquía, echa del país a Inglaterra –que era quien la apañaba– y establece una República. Los tres presidentes que se sucedieron desde entonces fueron oficiales provenientes de las Fuerzas Armadas: Nasser, Sadat y Mubarak.
El ejército conserva un importante prestigio por su rol anticolonial y por las guerras llevadas adelante contra Israel más allá del resultado de las mismas. En todas estas décadas, ese prestigio lo ha utilizado para ser el garante del capitalismo egipcio: lo más lejos que llegó fue a los rasgos antiimperialistas en el apogeo de Nasser, pero eso quedó lejos y hace tiempo, como veremos enseguida.
Las FFAA se han erigido así por “encima” de la Nación, sus instituciones y clases sociales. Este rol es llamado en el marxismo, bonapartismo. Este papel bonapartista puede ser ejercido de dos maneras: como bonapartismo de izquierda o como bonapartismo de derecha. Cuando se ejerce como bonapartismo de izquierda, va acompañado de medidas populistas, de cierta apertura al movimiento de masas, incluso llegando a facilitar la organización controlada del movimiento obrero. Su base material: más o menos amplias concesiones económico- sociales al movimiento de masas.[2]
Pero este rol de “arbitraje” también se puede cumplir hacia la derecha, reprimiendo duramente al movimiento de masas, obrero y la izquierda. No hay que olvidar que el bonapartismo burgués siempre termina siendo, repetimos, el garante del capitalismo. Esto se vivió en Egipto con el antecesor de Mubarak, Anwar el-Sadat, con su política económica neoliberal de “puertas abiertas” y su capitulación a EEUU e Israel con los acuerdos de Camp David. Mubarak llegó luego del asesinato de Sadat, en 1981, sólo para seguir esta misma senda: tirar al cesto de la basura el ideario nacionalista burgués y alinearse sin rubor a los EEUU e Israel, colaborando incluso en el aislamiento de la población palestina de Gaza.
No por casualidad, Joe Biden, vicepresidente de Obama, dijo lo siguiente: “Mubarak ha sido nuestro aliado en numerosas cuestiones. Y ha sido muy responsable respecto de nuestros intereses geopolíticos en la región, los esfuerzos de paz en Medio Oriente, las acciones que ha tomado para normalizar sus relaciones con Israel. No me referiré a él como un dictador”.[3]
Este rol bonapartista de las FFAA fue claramente preservado y ejercido en la crisis. Hoy son las Fuerzas Armadas las que han asumido directamente el poder. Durante los días de la rebelión ensayaron un movimiento a “izquierda” negándose a reprimir so pena de dividirse y estallar en mil pedazos. Hubo ejemplos muy concretos de confraternización de la tropa con la movilización popular. Esto contrastó con la odiada policía del régimen, la que se vio desbordada y fue obligada a dejar las calles.
Sin embargo, la realidad dista de ser “rosa”. Aunque el ejército hubiera querido disparar sus cañones sobre la multitud, la represión hubiera terminado en tal baño de sangre que sus perspectivas no hubieron sido menos que inciertas: habrían provocando, eventualmente, el salto de la rebelión en verdadera revolución hecha y derecha configurando un salto al vacío.
Fue más “económico”, entonces, obligar a renunciar a Mubarak. En todo caso, hay algo de nefasto en el rol ensayado por el ejército durante los días de la rebelión: al ser el garante en última instancia del capitalismo en Egipto, es un enemigo del movimiento de masas a pesar de sus oropeles “antiimperialistas”.
En esas condiciones, habría que llevar adelante un trabajo político en su seno apuntando a la división del sector plebeyo con la oficialidad. Esta es la orientación clásica del marxismo revolucionario hacia el ejército. Sobre todo, cuando se trata de un ejército de este tipo donde su reclutamiento sigue basándose aparentemente –pero esto debe ser chequeado– en la conscripción.
El llamado de diversas fuerzas políticas a “confiar” en las Fuerzas Armadas es uno de los más graves peligros: el más dramático en estos momentos donde la primera tarea planteada es, justamente, pregonar la desconfianza al mismo tiempo que se apoyan las luchas obreras en curso. El mismo Obama, cuando hizo declaraciones tras la caída de Mubarak, salió a destacar “el sentido de responsabilidad del gran ejército egipcio”… Ya días antes su vocero Gibbs había remarcado que no existía “ninguna iniciativa en el sentido de retirar la ayuda” que por 1500 millones de dólares reciben anualmente las FFAA de parte de los EEUU.
A lo anterior se suma la estrecha relación de las FFAA con la burguesía egipcia. Estos vínculos provienen de las nacionalizaciones de los años 50, seguidas de las re-privatizaciones a partir de mediados de la década del 70. Prácticamente toda la propiedad extranjera fue estatizada a mitad de siglo. Pero luego, una parte de ella –no sabemos exactamente qué proporción–, fue re-privatizada, dejando vínculos estrechísimos entre los hombres de armas y los de negocios.
¿Berlín 1989? ¿Irán 1979?
Respecto de los acontecimientos en Egipto se han echado a rodar una serie de analogías en los medios escritos. Pocos las han planteado a los efectos de hacer una honesta caracterización de los alcances de los acontecimientos y sus posibles tendencias.
Un sector progresista estadounidense trata de asimilarlos a la caída del Muro de Berlín en 1989. La caída del estalinismo se inició como un movimiento popular desde abajo. Sin embargo, esta analogía no deja de ser interesada. Es que a nadie se puede escapar que, finalmente, el proceso fue canalizado hacia la derecha, dando lugar a la vuelta al capitalismo. Un retorno que hundió de conjunto el nivel de vida de las masas en vez de dar una salida emancipadora.
En el caso egipcio, el signo de los acontecimientos es inequívocamente revolucionario. Los acontecimientos de 1989 sólo pueden valer como analogía formal de lo que se está viviendo en Egipto: una emergencia popular desde abajo. Pero por su contenido y dinámica no tienen nada que ver: de ninguna manera está planteado que vaya a una regresión reaccionaria del tipo de la ocurrida en los países detrás de la llamada “cortina de hierro”.
Por el contrario, lo que se está abriendo paso realmente es el proceso de la revolución de los explotados y oprimidos del mundo árabe. En todo caso, de la profundización del proceso en curso, de la maduración de las fuerzas sociales puestas en escena, del progreso en la emergencia independiente de la clase obrera, y de la apertura del espacio para el marxismo revolucionario, dependerá la progresión anticapitalista del mismo: que se quede en el terreno de la democracia burguesa –o tenga nuevos zarpazos reaccionarios– o avance hacia una perspectiva socialista.
Respecto de las tendencias políticas probables de la revolución egipcia, viene otra analogía: la que pretende asimilar los acontecimientos con la revolución iraní de 1979. Sucintamente, en Irán los acontecimientos fueron la emergencia de una verdadera revolución con un enorme peso inicial estudiantil y obrero independiente, con una amplia influencia del PC iraní (y en parte también del maoísmo entre la juventud de los mujaidines), y la construcción de todo tipo de organismos independientes, amén de la destrucción del ejército del Sha.
Sin embargo, había una fuerza burguesa militante, con referentes claros e insertos en la comunidad que fue la que terminó imponiéndose dado su peso de masas: el reaccionario movimiento islámico del Ayatollah Jomeini. De ahí que lecturas interesadas –salidas de las usinas del imperialismo yanqui– estén agitando el “cuco” que ahora se vendrían los islámicos “radicales” de la Hermandad Musulmana a capitalizar el proceso…
Ya hemos señalado que más allá del carácter más o menos religioso de amplias porciones de la población (musulmanes y cristianos coptos), el proceso como tal fue absolutamente laico. O, en todo caso, “interreligioso”, mostrando la emergencia de un “campo” ideológico y político más “despejado” para las corrientes laicas e incluso de la izquierda revolucionaria. La realidad es que en Egipto para nada parece haber un escenario para un brutal giro ideológico conservador como el acontecido en Irán treinta años atrás.
En todo caso, visto el proceso de maduración de conjunto de la lucha de clases a nivel internacional, nos parece que la experiencia egipcia expresa una suma –y no sólo una mera “suma”, sino un salto en calidad– en la acumulación de experiencias que van desde las rebeliones populares latinoamericanas, hasta la rebelión en Grecia, pasando por el incipiente proceso de luchas obreras en Europa, y la emergencia de la clase obrera china todavía por reivindicaciones mayormente económicas o de sindicalización.
En resumen: el proceso revolucionario en Egipto, y la mecha de revolución que significa para todo el Medio Oriente, ha teñido de rojo una importantísima región del mundo: la situación mundial en su conjunto ha quedado más a la izquierda que antes del 25 de enero.
De la rebelión a la revolución, o cómo definir los acontecimientos
Para comenzar a responder a este interrogante, reproduzcamos lo que dice una agudo analista de los acontecimientos: “La cuestión que continúa ocupando a muchos observadores de las políticas del Medio Oriente es: ¿cómo pudo una población reducida a la apatía política lograr semejante sísmica y organizada movilización? ¿Cómo un país que sólo un mes atrás estaba siendo puesto cabeza abajo por una escalada de enfrentamientos sectarios interreligiosos, pudo unirse para crear uno de los más grandes terremotos de nuestro tiempo en el mundo árabe? Alejandría, donde sólo un mes atrás un muy bien preparado coche-bomba mató 23 cristianos, ha sido la anfitriona de demostraciones en las cuales coptos[4] y musulmanes rezaron conjuntamente, y las iglesias, junto con las mezquitas, sirvieron como centros de congregación de los manifestantes. Con millones en las calles, ninguna iglesia fue atacada, ni un incidente sectario reportado. Todo esto a pesar de que el Papa copto, Shenouda III, anunció su inequívoco apoyo a Mubarak el primer día de la movilización”.[5]
En fin, no deja de ser de enorme interés el problema de la caracterización del proceso de la lucha contra Mubarak. El hecho cierto es que no hay actor u observador en el terreno mismo del El Cairo, la Plaza Tahrir, Suez o Alejandría que no llame –hasta cierto punto con todo derecho– como “revolución” al levantamiento de las últimas semanas. Esto no puede dejar de tener que ver con las características del acontecimiento mismo.
Tomemos el ejemplo de Latinoamérica. En la última década hemos vivido un ciclo de rebeliones populares marcado por jornadas revolucionarias. Sin embargo, no recordamos que sus protagonistas llegaran a definirlas como “revolución”. Está claro que se trató de acontecimientos históricos como el “Octubre boliviano”, el “Argentinazo” o las jornadas antigolpistas de abril de 2002 y la lucha contra el parosabotaje de diciembre 2002- enero 2003 en Venezuela. Pero salvo por razones meramente propagandísticas, sólo una minoría llegó a llamar a estos acontecimientos “revoluciones”.
En Egipto quizás haya una explicación de importancia para esta diferencia: el contraste. ¿A qué nos queremos referir con esto? Al hecho que en Latinoamérica las rebeliones explotaron contra regímenes neoliberales pero de democracia burguesa, cualitativamente me nos represivos. En Argentina, sobre una población de 40 millones, hubieron “solamente” 30 compañeros asesinados; en Egipto, con una población del doble, sus muertos fueron cinco veces mayores!
Pero el hecho es que en Egipto, lo que las masas salieron a enfrentar, fue una dictadura feroz, sanguinaria, capaz de sacar –por poner un ejemplo– un joven bloguero de un cibercafé y lincharlo a patadas a plena luz del día; una dictadura que hasta pocas semanas atrás parecía incólume (aunque ya se habían encendido ciertas voces de alerta).[6]
Ese contraste brutal entre el día antes y el día después del desencadenamiento de la inmensa movilización popular, es el que puede haber puesto en la boca de todos sus actores la palabra “revolución”, expresando uno de los rasgos más característicos de toda autentica revolución: la entrada en la escena de las amplias masas que toman en sus manos sus propios destinos. Este es el inequívoco signo revolucionario de los acontecimientos en curso en Egipto.
Hay más. Los enfrentamientos entre las masas movilizadas y las fuerzas represivas fueron más duros que los vividos en Latinoamérica (excepción hecha, quizás, del caso Bolivia, donde el propio ejército entró a El Alto en octubre del 2003 y fue enfrentado con barricadas. Allí los muertos fueron 80 para una población que no llega a los diez millones).
En la Plaza Tahrir hubo enfrentamientos campales más enconados que los verificados en la Plaza de Mayo el 19 y 20 de diciembre del 2001. Los enfrentamientos fueron con la policía secreta y las bandas armadas por el régimen aunque no con el ejército, que se mantuvo astutamente al margen.
La misma Plaza Tahrir –definida por algunos como “la comuna anarquista de Tahrir”– expresó elementos de organización independiente: sus ocupantes llegaron a hablar de ella como de un “gobierno paralelo” a cargo de coordinar el movimiento día y noche: “nosotros creamos un ‘gobierno paralelo’, tenemos ‘consejeros’, ‘ministros’, hasta nuestra ‘policía’”. [7]
En los barrios populares, de la misma manera que vivimos en las rebeliones latinoamericanas, se armaron rondas de seguridad por parte de los vecinos ante la virtual desaparición de la odiada policía. Sin embargo, que sepamos, no se ha dado lugar –al menos no todavía– a la conformación de organismos sistemáticos de autodefensa.
Emergieron también toda una serie de movimientos independientes: los más conocidos son los de la juventud, como el “Movimiento 6 de abril” y que cumplió un papel de primer orden en la Plaza.
Pero sobre todo, hay un rasgo distintivo que apunta a caracterizar al proceso en Egipto por encima del inicio del ciclo latinoamericano: el ingreso a escena de la clase obrera. Este es un rasgo de enorme importancia: el proceso revolucionario inicia con un peso cualitativamente mayor de una clase obrera que viene en ascenso desde el año 2004. Muchos analistas opinan que lo que terminó inclinando la balanza fue justamente la huelga de brazos caídos de los 6.000 trabajadores del Canal de Suez que dejaron de operarlo a partir del 8 de febrero.
Todos los elementos anteriores inclinan la balanza para el lado de la caracterización del proceso como “revolución”, y uno no menor es la simultaneidad y alcance regional del proceso. Y, sin embargo, hay un elemento de mucho peso que si es desconsiderado puede desarmar frente a las tareas estratégicas que tiene planteado el levantamiento popular en Egipto: el problema de las Fuerzas Armadas.
¿Por qué? Por el hecho que el Estado conservó, incólume, el monopolio de la fuerza. No se trata que se le deba dar connotación de “revolución” solamente a aquéllas que cuestionen abiertamente el sistema: eso sería completamente sectario. En 1979 el sistema capitalista no fue abiertamente cuestionado en Nicaragua pero se trató de una revolución con todas las letras porque llevó a la quiebra y destrucción del ejército de Somoza.
Otras revoluciones tuvieron la misma consecuencia, insistimos, independientemente que no llegaran a expropiar a la burguesía. Por sólo nombrar algunas en la segunda mitad del siglo XX, podemos hablar de la boliviana en 152, la misma iraní en 1979. La quiebra del ejército fue el elemento inequívoco de estas revoluciones.
Otro elemento inequívoco es la construcción de organismos de doble poder. Fue también el caso de las dos revoluciones anteriormente nombradas (aunque no de la nicaragüense). En Bolivia, a sólo días de triunfar la revolución que desarticuló el ejército (al que se hace desfilar en calzoncillos), se funda la Central Obrera Boliviana, que en su apogeo fue mucho más que un mero “sindicato”: hizo las veces de organismo de poder. En Irán, el peso tan inmenso de la intervención de la clase obrera, dio lugar al surgimiento de los Shoras, verdaderos Consejos Obreros que llegaron a organizar no solamente los lugares de trabajo, sino el abastecimiento de las localidades.
Sin embargo, el problema que persiste, es que hasta el momento, que sepamos, estas experiencias no han logrado todavía “cristalizar” organizativamente, y mucho menos centralizarse de manera consecuente.
En definitiva, y más allá de que este último aspecto tampoco debe ser absolutizado, el hecho que nos preocupa realmente destacar es que el ejército egipcio no sólo no ha sido desbandado, sino que siquiera ha quedado en un rol de segundo orden.
Por el contrario sigue siendo –y más que nunca, si se quiere– la principal institución del régimen político, un peligro mortal para el proceso revolucionario, que incluso pone entre paréntesis en qué medida podría emerger siquiera una democracia burguesa “consecuente” en estas condiciones. En todo caso, un atributo clásico de una revolución sigue siendo la quiebra del Estado burgués, y esta es una tarea que sigue estando por delante para el proceso revolucionario egipcio.
La revolución debe golpear dos veces
El precisar los alcances y límites del levantamiento popular egipcio no tiene porqué dar lugar a lecturas sectarias de los acontecimientos. El extraordinario proceso revolucionario que se está viviendo en ese país es un acontecimiento de magnitud histórica llamado a tener las más amplias consecuencias en la región y el mundo también.
Pero como señalara Lenin, las revoluciones sociales están llamadas a golpear dos veces. La caída de Mubarak debe servir cual toque de rebato para preparar la segunda revolución: la que derribe al régimen capitalista egipcio abriendo las puertas a una salida socialista, obrera, campesina y popular no sólo en Egipto sino en todo el Medio Oriente.
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Notas:
1 Callinicos, Socialist Worker Nº 2237.
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2 Atención, aunque también puede reprimir, y duramente, las luchas obreras para impedir su independencia: ahí está el caso escandaloso del ajusticiamiento de los obreros por el propio Nasser al comienzo mismo de su “revolución”.
3 Citado por Alex Callinicos en Socialist Worker Nº 2237.
4 Cristiano de Egipto. En su mayoría son eutiquianos, seguidores de Eutiques, heresiarca del sigloV, que no admitía en Jesucristo sino una sola naturaleza, pero los hay católicos con su rito especial.
5 Saba Mahmood, Los arquitectos del levantamiento egipcio y los desafíos por delante. En www.jadaliyya.com, 14 de febrero de 2011.
6 Ahmed Shawki, de origen egipcio y dirigente de la International Socialist Organization de los EEUU (el grupo trotskista más grande hoy en ese país), señaló, muy honestamente, que incluso habiendo estado en Egipto en enero pasado, los acontecimientos desencadenados apenas días después de su retorno a USA lo “sorprendieron”.
7 Esto lo informa Luis Gustavo Porfirio, corresponsal enviado por el PSTU de Brasil.
3 Citado por Alex Callinicos en Socialist Worker Nº 2237.
4 Cristiano de Egipto. En su mayoría son eutiquianos, seguidores de Eutiques, heresiarca del sigloV, que no admitía en Jesucristo sino una sola naturaleza, pero los hay católicos con su rito especial.
5 Saba Mahmood, Los arquitectos del levantamiento egipcio y los desafíos por delante. En www.jadaliyya.com, 14 de febrero de 2011.
6 Ahmed Shawki, de origen egipcio y dirigente de la International Socialist Organization de los EEUU (el grupo trotskista más grande hoy en ese país), señaló, muy honestamente, que incluso habiendo estado en Egipto en enero pasado, los acontecimientos desencadenados apenas días después de su retorno a USA lo “sorprendieron”.
7 Esto lo informa Luis Gustavo Porfirio, corresponsal enviado por el PSTU de Brasil.
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