Por Roberto Sáenz
En una reciente charla organizada por los compañeros del PST
–integrantes de nuestra corriente SOB- en la Universidad de Costa Rica
(UCR) acerca del balance de las experiencias “socialistas” del siglo XX,
surgieron un conjunto de ricos interrogantes. Estos se concentraron
–sobre todo- en la dinámica de la transición socialista a posteriori de
la toma del poder por parte de la clase obrera.
A propósito de
la misma se nos ocurrió realizar el siguiente artículo, concentrándonos
en una somera revisión crítica de los debates llevados adelante en los
años ‘20 en la ex URSS y también en las enseñanzas dejadas por los
límites de la experiencia anticapitalista –pero no socialista- de la
China del ’49.
Bujarin, Preobrajensky y Trotsky
“El
análisis de nuestra economía desde el punto de vista de la interacción
(tanto en sus conflictos como en sus armonías) entre la ley del valor y
la ley de la acumulación socialista es en principio un enfoque
extremadamente provechoso; más precisamente, el único correcto (...)
Pero ahora hay un peligro creciente de que este enfoque metodológico sea
convertido en una perspectiva económica acabada que prevea el
‘desarrollo del socialismo en un solo país’. Hay motivos para esperar, y
temer, que los seguidores de esta filosofía, que se han basado hasta
ahora en una cita mal entendida de Lenin, van a tratar de adaptar el
análisis de Preobrajensky convirtiendo un enfoque metodológico en una
generalización para un proceso casi autónomo” (1).
En la década
del ‘20 del siglo pasado se procesó en la ex URSS un debate apasionante
acerca de las vías de la transición socialista luego de la revolución.
Al compás de circunstancias económicas cambiantes y del aislamiento en
el que quedó la república bolchevique luego del fracaso de la revolución
europea, una polémica y durísima lucha política se fue abriendo paso
acerca de la orientación para impulsar hacia adelante la transición
económica en el contexto de las constricciones que imponía el encierro
económico y político de la ex URSS.
El oficialismo burocrático
encarnado por Stalin y Bujarin, impulsaba una orientación de
enriquecimiento campesino y lenta industrialización hasta que a finales
de la década, el frente único entre los dos se rompe, y el primero –en
un giro político brutal- impone la orientación de colectivización
agraria e industrialización a ritmos forzosos (2).
Por su
parte, la oposición de izquierda encabezada por Trotsky, alertaba que
sin una rápida industrialización y planificación económica, los
campesinos terminarían dejando las ciudades sin alimentos y presionando
cada vez más por vincularse con el mercado mundial. Esta posición se vio
verificada -a la postre- por el curso de los acontecimientos, lo que no
llevó a Trotsky a capitularle a Stalin señalando que la “manera” y
“quien” estaba llevando adelante este giro podría terminar socavando las
bases mismas del Estado obrero. Se generó así un debate estratégico
acerca de cuál debía ser la orientación general para hacer avanzar la
transición en un sentido socialista.
A comienzos del siglo XXI
volver sobre esta discusión no deja de tener importancia. Los postulados
generales del debate llevado adelante en esos años ha dejado un
manantial de enseñanzas “universales” que, sin embargo, desde hace
décadas que no se vuelve a revisar de manera sistemática.
Su
importancia estriba en que lo que se terminó colocando sobre la mesa es
la comprensión de la “mecánica” misma del proceso de transición
socialista: sus condiciones más “universales”.
Lo que nos interesa
aquí es subrayar los clivajes teóricos más generales, encarándolos desde
una óptica en cierto modo original: dar cuenta no solamente de las
“inercias” teóricas de la fracción burocrática, sino, sobre todos, de
las limitaciones del enfoque del propio Eugen Preobrajensky (eminente
economista de la oposición de izquierda), las que se vieron puestas
sobre la palestra -en tiempo real- cuando este termina capitulando ante
el giro “izquierdista” de Stalin a finales de los años ’20. Postulamos
un intento de superación dialéctica de su enfoque.
Haremos esto
tomando como punto de partida algunos de los señalamientos dejados por
el propio León Trotsky (pero no desarrollados in extenso) a comienzos de
los años 30 acerca de la necesaria imbricación –en el proceso de la
transición- entre plan, mercado y democracia obrera (3) configurando una
superación crítica del punto de vista estrictamente “económico” de
Prebrajensky.
Ley del valor, fuerza de trabajo, proteccionismo y acumulación socialista
Lo primero a señalar es que lo que está aquí esta en juego es cuál es,
cual debe ser a la luz de la experiencia práctica del siglo XX la
verdadera mecánica de la transición socialista. Aquí se pone en juego un
problema que no pocas consecuencias ha tenido entre las filas de los
marxistas revolucionarios: el tener una mirada esquemática de la
transición socialista cómo si fuera un proceso regido por “puras leyes
económicas de tipo newtoniano” que podrían operar mecánicamente por
encima de las clases y las fracciones de clase llevando a uno y solo un
resultado posible: el socialismo.
Existe un nudo teórico en
este debate: tiene que ver con la relación entre los tres elementos que
necesariamente “regulan” la economía en la transición: el mercado, la
planificación y la democracia de los trabajadores. En primer lugar, la
discusión acerca del mercado quedó planteada correctamente en “La Nueva
Economía” de E. Preobrajensky: tenía que ver con la continuidad -o no-
de las imposiciones de la ley del valor en la transición.
Bien, la
cuestión siempre se ha expresado bajo la forma de una ardua polémica
dentro de las filas de las corrientes revolucionarias socialistas. Desde
nuestra corriente siempre hemos sostenido que la ley del valor
inevitablemente se mantiene en las economías de transición, y que
oscurecer este hecho flaco favor la hace al proceso mismo de la
socialización de la producción.
Esto se debe a varias razones.
La principal tiene que ver con la subsistencia del mercado mundial y con
el hecho que al realizarse la mayoría de las revoluciones
anticapitalistas del siglo pasado en países atrasados, inevitablemente
su “racionalización económica” no podía prescindir de la medida del
valor: la medición de la riqueza por el tiempo de trabajo medio empleado
en producirla.
Por esto mismo, no es casual que el mismo
Trotsky haya insistido una y otra vez en que como correlato de la
necesaria subsistencia de la ley del valor, la moneda estable es una
forma inevitable de racionalización económica. No hay otra manera de
medir, objetivamente, la productividad económica del Estado obrero. Es
para ello que hace falta el señalado patrón objetivo y común: una moneda
estable es la medida de la productividad del trabajo.
Amén del
elemento anterior, hay otro que en general no ha sido tomando en
consideración: el carácter de mercancía de la fuerza de trabajo, incluso
después de la expropiación de los capitalistas. Porque en los países
donde fue expropiado el capitalismo, en todos los casos, sea la
Revolución Rusa del 17 o la China del ’49, la fuerza de trabajo mantuvo,
invariablemente, el carácter de mercancía intercambiable por un
salario. Si el principal “factor de la producción” siguió siendo una
mercancía… no hay como suponer que la ley del valor no siguiera rigiendo
–al menos hasta cierto punto- en la economía de transición. Oscurecer
esto implica negar las imposiciones que la misma sigue implicando
respecto del carácter todavía –por así decirlo- no “emancipado del todo”
de la fuerza de trabajo y la problemática de la generación y
administración del trabajo no pagado.
Al respecto, y como
digresión, digamos que en la transición sigue subsistiendo,
inevitablemente, un principio de explotación del trabajo: “la
autoexploración” o “explotación mutua”: este es un tributo colectivo y
conciente de la clase obrera para las generaciones posteriores. Pero si
esta autoexploración no significa que la acumulación este al servicio
del progreso general de la clase obrera sino de una burocracia que se
encarama por encima de ella, esta auto-explotación se transforma en lo
opuesto: una nueva forma -no orgánica- de explotación unilateral al
servicio de la burocracia que es la que se queda con la parte del león
de la acumulación. Veamos un ejemplo de la China del ‘49: “[No se puede
dejar de ver] el problemático papel del Estado, que nunca es neutral, y
menos aun cuando la burocracia del aparato estatal no está sometida a
ningún tipo de control. En China, desde los años cincuenta, la
burocracia ha secuestrado en los hechos el Estado, y lo usa como
maquinaria para apropiarse del excedente social” (4).
Retornando sobre nuestro argumento, señalemos que cuando hablamos de ley
del valor en la transición, inevitablemente debemos hablar de los
alcances pero también de los límites del imperio de la misma. Porque si
el Estado obrero dejara regir plenamente la ley del mercado está claro
que lo qué ocurriría es el retorno al capitalismo y no la acumulación
socialista(5) . Por el contrario, y contra esta tendencia al
enriquecimiento pequeño-burgués, lo que debe hacerse para promover la
acumulación socialista en manos del Estado proletario es precisamente
violar este imperio de la ley del valor (6).
Desde el Estado
obrero debe haber -y no puede dejar de “haberlas”-, “infracciones”
necesarias e inevitables al imperio del valor: hay que infligirla –claro
que no al precio de la caída en la “irracionalidad económica”- so pena
de que no haya acumulación socialista.
¿A qué nos referimos con
esto? Al hecho inevitable que la acumulación –una vez expropiados los
capitalistas, pero en el contexto de la subsistencia del mercado
capitalista mundial- deberá hacerse en toda una serie de ramas y
dominios económicos en los que seguramente la economía del país
postrevolucionario del que se trate no debería poner en pié si se
atuviera a los criterios promedios de productividad del mercado mundial.
Y, sin embargo, a la “espera” de la extensión “universal” de la
revolución, el hecho es que se debe poner en pie todo el mecanismo de la
economía so pena la “inanición” del Estado obrero: todo un sistema de
ramas de la economía. Más aun teniendo en cuenta el seguro aislamiento a
la que será sometida la revolución (por lo menos en un primer momento).
En esas condiciones, esta infracción de la ley del mercado es una
obligación de principios de la transición que tiene que ver con los
necesarios mecanismos de “proteccionismo socialista” de la economía. Es
que si se permitiera el libre comercio con el mercado internacional a
“valores” los campesinos (o productores capitalistas agrarios, o
cualquier productor todavía “privado” de mercancías subsistente),
inevitablemente preferiría exportar su producción.
Esto por dos
razones: con toda seguridad, estos productores privados (sobre todo los
agrarios) obtendrían mayores precios en el mercado internacional que
los fijados internamente por el Estado; podrían comprar con divisas o
moneda dura mejores mercancías –de mejor calidad y menor precio- que en
el mercado interno.
Es decir: es obvio que cuando el Estado
proletario fija los precios a la producción agraria y obliga a los
productores del campo a comprar productos de la industria más atrasada
del país que del exterior, hasta cierto punto esta “explotando” a estos
productores agrarios entregándoles menos valor a cambio de más valor:
hecho que sirve a la acumulación socialista como correctamente –a este
respecto, también- subrayara Preobrajensky.
Es así que la ley
del valor subsiste, debe en cierto modo subsistir para racionalizar la
economía y, a la vez, desde ser necesariamente infringida en el proceso
de la transición para lograr que la acumulación socialista vaya para
adelante.
La planificación socialista como principio de racionalidad
Establecida la problemática de la ley del valor, está la problemática
de la planificación. Es aquí donde se observan los costados más
defectuosos del pensamiento “preobrajenskiano” (y que los “trotskistas”
de la segunda posguerra tomaron al pie de la letra).
Es que con
la justa preocupación de impulsar la industrialización en manos del
Estado obrero hacia adelante, Preobrajensky llegó a caracterizar
unilateralmente a la planificación como una suerte de “ley” natural
(“Ley” con mayúscula en todo el sentido de la palabra) (7).
En
puridad, fue bajo la dirección política de Trotsky que la oposición de
izquierda levantó la necesidad de industrializar el país y planificar
sistemáticamente su economía. Pero el concepto de “ley del plan” o “ley
de la acumulación socialista” fue más producto del economista señalado,
cuestión que fue visualizada por el mismo Trotsky –como ya hemos
señalado arriba- al denunciar el peligro de que esta misma “ley” pudiera
ser interpretada como un proceso casi autónomo del sujeto social y
político que está al comando de la transición.
Profundicemos un
poco en este tópico. A nuestro modo de ver, esta idea de “ley de la
planificación” se la puede asumir en dos sentidos diferentes. Por un
lado, partiendo correctamente del hecho obvio que si la asignación de
recursos ya no se hace por la vía de la anarquía del mercado (no se hace
ya centralmente sobre la base de productores privados porque los
capitalistas han sido expropiados) una planificación de los “factores”
económicos se debe necesariamente imponer para llevar adelante la
organización económica como un todo.
Pero lo que nos preocupa
aquí es la utilización de esta idea de “ley” en otro sentido: si lo que
se entiende por “ley” es una que se debe imponer en el sentido
socialista del término, de una acumulación al servicio de la clase
obrera, la acepción de “ley” es cuestionable porque parecería que la
misma se pudiera imponer cual ley de la naturaleza independientemente
del sujeto que esté al frente de la dirección de la economía.
Repetimos por si no quedó claro: si se cree que esta “ley” se impondría
espontáneamente cual ley de la gravedad que haga avanzar la acumulación
en un sentido obrero y socialista… la idea está toda mal, porque la
experiencia histórica ha demostrado que los procesos
económicos-políticos-sociales de la transición no avanzan en el sentido
socialista si la clase obrera no está al frente verdaderamente del
Estado.
Esta idea -que la transición socialista avanzaría
“espontáneamente”- ha dado lugar a equívocas derivas objetivistas en el
sentido de creer que se trataría de una “ley” que se impondría por si
sola, independientemente de los sujetos: de “quien” y “como” planifique.
Esto último es completamente falso.
En puridad, cuando se habla de
la “ley del plan”, sobre todo en las etapas iniciales de la transición,
se esta frente más a un “principio de planificación” que a una verdadera
“ley” (8).
Es decir, no hay como -en la transición- la
planificación se imponga con la regularidad de una ley espontánea tal
cual se impone el valor cuando se la libera de trabas en el capitalismo
(revolución burguesa mediante).
Esto se debe a varias razones:
entre ellas, que el plan debe ir, conscientemente, contra
determinaciones que libradas al solo imperio de lo “natural”, irían para
la ruptura del monopolio del comercio exterior y a una “racionalidad
económica” según los precios del mercado.
Pero, además, hay
otro problema: “quién” y “como” planifique no es un problema menor. Es
decir: es un craso error creer que la planificación se podría imponer
-en toda su “racionalidad”- por si sola. La planificación es hasta
cierto punto una intervención de la política –y de las valoraciones- en
la economía. Contra lo que muchos “trotskistas” suponen, la
planificación no tiene –no puede tener- una racionalidad per se:
“quién”, “cómo” y “para qué” planifica es fundamental. Como decía Pierre
Naville, la racionalidad de la planificación, su superioridad respecto
de la anarquía del mercado, no se puede afirmar mecánicamente: depende
de sus fines. ¡Y sus fines dependen de al servicio de qué clases y
fracciones de clase está la planificación misma!
También la
anarquía del mercado capitalista tiene su racionalidad: sin algún tipo
de racionalidad los sistemas sociales se vendrían abajo. Lo que pasa es
que su racionalidad es una al servicio de la acumulación capitalista
(incluso en detrimento del desarrollo de las fuerzas productivas). Pero
el desarrollo de las fuerzas productivas en la transición socialista, la
acumulación socialista, para que sirvan realmente a la clase obrera, no
se podría imponer espontáneamente: eso ha sido demostrado por toda la
experiencia del siglo XX.
En definitiva: creer que la
planificación podría tener una “racionalidad per se” podía ser algo
comprensible en las primeras décadas del siglo pasado. Pero viendo toda
la experiencia de conjunto, no deja de ser un comportamiento necio: un
error de craso de objetivismo que pierde de vista el hecho que para que
la acumulación económica sirva a la clase obrera debe estar en sus
propias manos y no de una burocracia que como capa social ajena a la
misma buscará, sobre todo, resolver su propia cuestión social.
Propiedad, posesión y Estado proletario
Hay todavía un tercer problema. Se trata de que las relaciones entre
economía y política en la transición se encuentran modificadas respecto
del “tipo ideal” del capitalismo de libre mercado. En el tipo ideal
capitalista, economía y política están separados estrictamente. Pero
esto se trastoca en la transición: necesariamente ambas instancias se
vuelven a “fusionar”: con la economía “estatizada” el estado se
transforma en el organizador económico.
Aquí llegamos al
problema de la democracia obrera: necesariamente se debe pasar al nivel
del carácter del Estado, del carácter real del poder: la dictadura del
proletariado. Porque si la planificación no tiene una racionalidad
per se, si todo depende de quien y como planifica, es evidente que esto
no podría quedar en el mero nivel “económico”: depende de definiciones
políticas y de política económica más estratégicas. Y esto se desprende,
inevitablemente, del carácter del poder; más aun cuando nos encontramos
en una situación donde la economía, los medios de producción, han sido
estatizados: en ese caso, de quien “es” realmente el Estado, es
fundamental.
Esto rompe, necesariamente, con la igualación
mecánica habitual -en las filas del “trotskismo”- entre propiedad
estatal y propiedad de la clase obrera (o socialización). Por varias
razones. Una: que la propiedad solamente es tan absoluta en el caso
de la propiedad privada capitalista. Pero cuando se proclama la
“propiedad del pueblo entero” y cuando dentro de tal “pueblo entero”
hay, necesariamente, tan diversas clases y fracciones de clase, hay que
especificar de qué “pueblo” se está hablando… Porque, además, en los
demás regímenes sociales que en la historia ha habido, la propiedad
siempre enmascaró distintas posiciones reales: distintos grados de
apropiación real de las cosas (9). Es decir, además del concepto de
propiedad, está el de posesión efectiva. Si se declara que la clase
obrera es propietaria de un bien pero ese bien nunca está en sus manos
realmente –léase los medios de producción-, evidentemente la clase
obrera muy propietaria de los medios de producción no se va a sentir. Un
viejo dicho en los países del Este europeo era muy ilustrativo al
respecto: “la propiedad que se declara de todos… no es de nadie… y se la
apropia el más vivo”.
Al respecto, es interesante un reciente
señalamiento respecto del caso de China del ’49: “[Muchas veces se
pierde de vista que en las sociedades no capitalistas] las leyes y
regulaciones escritas no son necesariamente vinculantes en la práctica.
Desde los años cincuenta, la burocracia china gobierna usando un
conjunto de reglas ocultas y no escritas (…). El objetivo de las reglas
ocultas es obvio: están al servicio de [los intereses] ocultos de la
burocracia, esto es, del enriquecimiento de esta” (11).
Pero,
además, en la definición de la propiedad como “social” hay una evidente
contradicción ya marcada por Pierre Naville: el hecho que siempre qué se
declara una propiedad es en relación a no propietarios. Efectivamente,
la propiedad estatizada al principio se afirma contra los capitalistas
expropiados. Pero con el devenir de la transición, la propiedad misma se
debe reabsorber en la socialización efectiva de la producción –esto es,
la gestión colectiva de los medios de producción por parte de la clase
obrera autoorganizada- so pena de que la propiedad se termine afirmando
–como ocurrió en los hechos- contra la masa de los trabajadores.
Así las cosas, la propiedad estatizada debe remitir, más concretamente,
a la posesión efectiva de los medios de producción por parte de los
trabajadores –superación de la división entre trabajo vivo y trabajo
muerto de manera efectiva- y la disolución de toda la propiedad por la
vía de la socialización del trabajo.
Porque, a la vez, son
estas mismas relaciones las únicas que pueden permitir una planificación
económica al servicio de la clase obrera y un carácter efectivamente
obrero del Estado en la medida que la expropiación de los medios de
producción sea puesta realmente al servicio, gestión y control efectivo
por parte de la propia clase obrera.
Es decir, la democracia
obrera, una auténtica dictadura del proletariado, el ejercicio del poder
de manera efectiva por parte del proletariado, es el tercer factor para
poner la acumulación al servicio de las necesidades de la masa de los
explotados y oprimidos.
El poder en manos de la clase obrera
En síntesis: ¿qué tenemos luego de la valoración de estos tres aspectos
señalados? Lo que tenemos es que, en la transición, la interrelación de
los factores económicos y políticos, objetivos y subjetivos, está
necesariamente imbricada, profundamente interrelacionada.
Nuestra posición es una crítica a los abordajes puramente
“economicistas” de la transición que creen que la economía de la
transición socialista se puede definir por el solo factor de la
estatización de la propiedad privada.
Toda la experiencia del
siglo pasado ha demostrado que esto no es así: no alcanza con que la
propiedad capitalista haya sido expropiada –condición absolutamente
necesaria pero no suficiente- para que estemos en una sociedad y
economía realmente de transición: hace falta que el poder político pase
efectivamente a manos de los trabajadores: que se ponga en pie una
verdadera dictadura del proletariado.
Porque si como hemos
tratado de demostrar más arriba, la transición esta pautada por la
inextricable relación de los tres elementos señalados, para dónde vaya
esa transición realmente depende no solamente del contexto económico de
la misma, sino de la naturaleza del poder político del Estado.
En síntesis: no alcanza para definir una economía de transición
socialista con que la propiedad sea de “la clase obrera”… “aunque esté
–pequeño “detalle”- en manos de la burocracia” tal cual dijo el
“trotskismo” en la 2° posguerra: la propiedad y la posición de los
medios de producción, el poder político y la capacidad efectiva de
planificación, deben estar en manos de los trabajadores para que la
transición camine en sentido socialista (11): esta es una de las
principales lecciones que la experiencia del siglo XX ha legado para las
revoluciones socialistas del XXI.