Una reflexión acerca de Su Moral y la Nuestra
Los fines y los medios, o la lucha de clases como ley suprema
A continuación, y a modo de homenaje en el 72 aniversario del
asesinato de Trotsky en manos de sicarios del estalinismo, presentamos
una reflexión acerca de Su Moral y la Nuestra. La obra fue
escrita en condiciones durisímas, de extremo aislamiento, en un mundo
que pasaba por la noche negra del siglo como la llamó el propio Trotsky y
que, para colmo, concluía cuando este se enteraba de la trágica muerte
de su hijo Sedov en París en un confuso episodio también obra de
Moscú. Se trata esta de una versión levemente modificada de un capítulo
homónimo de un folleto de reciente edición, Ciencia y arte de la politica revolucionaria, del mismo autor de este artículo.
Respecto de las complejas relaciones entre los medios y los fines de
la acción política revolucionaria hay una extensa elaboración no solo
en el marxismo, sino en la filosofía política en general. No nos sirve a
los intereses de este artículo tomar la cuestión con esa amplitud, de
modo que nos limitaremos a señalar que en lo que hace a la acción
política revolucionaria, lo esencial es la dialéctica de tres
elementos: los fines, los medios y el terreno material en el que se va a llevar adelante la pelea, tal cual lo presenta Trotsky en su obra, Su Moral y la Nuestra.
El finalismo del marxismo
Partamos de recordar que el marxismo tiene una tensión “finalista” en el sentido de que está recorrido por una perspectiva, la autoemancipación del proletariado y una sociedad realmente humana bajo el comunismo, libre de todas las relaciones de explotación y opresión características de la sociedad de clases.
El debate de los fines plantea el de los medios para alcanzarlos, la congruencia entre unos y otros. Es decir, la relación entre medios y fines y el criterio que preside esa relación. ¿Cuáles son los medios lícitos que la clase obrera puede y debe emplear para lograr su emancipación? Un largo debate ha cruzado al marxismo revolucionario a lo largo del siglo XX, entre otras cosas porque muchas veces medios que supuestamente llevaban a un fin terminaron llevando a otro muy distinto.
El debate de los fines plantea el de los medios para alcanzarlos, la congruencia entre unos y otros. Es decir, la relación entre medios y fines y el criterio que preside esa relación. ¿Cuáles son los medios lícitos que la clase obrera puede y debe emplear para lograr su emancipación? Un largo debate ha cruzado al marxismo revolucionario a lo largo del siglo XX, entre otras cosas porque muchas veces medios que supuestamente llevaban a un fin terminaron llevando a otro muy distinto.
Por ejemplo, el proceso de industrialización forzosa en los años 30 bajo el stalinismo, que si bien desarrolló en cierto modo las fuerzas productivas del país, lo hizo de una manera tan unilateral que dio lugar, a la postre, a un proceso de acumulación burocrática que no sirvió a un progreso real en el sentido de la transición al socialismo (que, más bien, quedó bloqueada a partir de entonces). Es decir: esa industrialización, como medio, no se correspondió al objetivo de la socialización de la producción, y dio lugar a otro resultado.
Otro ejemplo que ya ha sido señalado es el del sustituismo social de la clase obrera a la hora de la revolución socialista; emprendimientos que terminaron en el fracaso que todos conocemos. Ha quedado históricamente establecido que a la hora de la revolución socialista y de la transición auténtica al socialismo, esta obra sólo la puede llevar adelante la clase obrera por intermedio de sus organizaciones, programas y partidos, o no será revolución socialista (lo mismo cabe para el proceso de transición que se inaugura una vez tomado el poder). Sin clase obrera no hay socialismo: considerada la primera como un “medio”, lo segundo es el “fin” y viceversa: la transición es un medio para la emancipación de la clase obrera. Repetimos para que se grabe en todas las cabezas tozudas del movimiento trotskista internacional, que no han criticado la concepción de que podría haber “estados obreros” aun con la clase obrera fuera del poder: si no hay clase obrera, si la clase obrera no está realmente en el poder, no se llega al fin del socialismo. De lo anterior se desprende la necesaria congruencia entre medios y fines, que hace al fuerte contenido finalista del marxismo revolucionario.
La clase obrera no puede elegir el terreno de su lucha
Esta tensión finalista del marxismo no pudo obviar otra discusión
concreta: ¿cuáles son los medios a implementar por la clase obrera y
los revolucionarios en su lucha? Aquí es muy conocida la discusión de
León Trotsky con Víctor Serge en defensa de los métodos empleados por
los bolcheviques en el poder durante la guerra civil. En Su moral y la nuestra Trotsky reitera una y otra vez que la ley suprema para apreciar los medios es la lucha de clases. La experiencia y reflexión de los últimos años nos han convencido de que Trotsky tiene razón. Los medios no solamente tienen relación con los fines, sino con el terreno material mismo en el que se libra la lucha.
Es verdad que no es lo mismo una circunstancia de guerra civil que una
de lucha política “pacífica”. Sin embargo, y como ya hemos visto, la
lucha de clases no deja de ser siempre una guerra de clases,
en todo caso de menor intensidad. La clase obrera, y los revolucionarios
junto con ella, no podemos elegir los medios que más nos gustarían; actuamos bajo condiciones determinadas objetivamente que no han sido elegidas por nosotros,
regidas por sus propias leyes, y que en general no alientan la
caballeresca generosidad sino ser implacables, so pena de fracasar en
la lucha. Los medios se relacionan dialécticamente tanto con los
fines que estamos persiguiendo como con las leyes del terreno material
desde el cual partimos; esta dialéctica debe ser apreciada en cada
caso concreto de una manera que, en definitiva, sirva a los objetivos
de la lucha del proletariado.
En las condiciones de una guerra civil, partir de la realidad y sus leyes tal como son es una condición de vida o muerte: no hay tal guerra que se pueda librar sin tomar rehenes, sin fusilamientos, sin elementos de justicia colectiva o social. ¿Es contradictorio eso con el fin comunista? De ninguna manera: el comunismo tiene un contenido profundamente humanista. Pero ese humanismo no puede perder de vista el terreno material de las cosas, la lógica misma de la guerra de clases en la cual estamos inmersos. No podemos darnos el lujo de perder la batalla en función no de criterios de humanismo comunista, sino de un falso humanismo abstracto que sólo servirá a nuestros enemigos. En la lucha de clases esa dialéctica de fines, medios y terreno material de la pelea debe comprenderse y asumirse, so pena de caer en la ingenuidad y, lo que es más grave, poner la lucha en riesgo de ser ganada por el enemigo de clase.
En Su moral y la nuestra, Trotsky parece dar dos definiciones contrapuestas de las relaciones generales entre medios y fines. En una parte señala que los fines justificarían los medios; en otra, afirma lo contrario: que el fin no justifica los medios. Sin embargo, se trata de una contradicción puramente formal, no de contenido (1). Porque en los casos de lucha de clases más extrema, el proletariado no puede elegir sus medios libremente. Por esto mismo dice Trotsky que la ley suprema para evaluar medios y fines es la lucha de clases. Y una lucha de clases redoblada impide hacer valer leyes morales abstractas por encima de la naturaleza misma sangrienta de la lucha.
Precisamente, Trotsky insiste en rebatir la idea de que pueda existir una moral por encima de la historia y la lucha de clases; sostiene que la moral está siempre históricamente determinada, que es un subproducto de la sociedad de clases de que se trate y no un valor “universal”. Por otro lado, la perspectiva del socialismo y el comunismo tienen una ética propia, que hace al logro de una sociedad donde imperen la igualdad, la libertad y la fraternidad entre todos los seres humanos. Pero estas “leyes éticas” también son históricamente determinadas y, además, las clases en pugna se apoyan en elementos de moral o ética diferenciados que se desprenden del sistema social por el cual se pelea. Por ejemplo, el egoísmo que segrega la libertad de mercado contra la solidaridad de la lucha obrera.
Necesidad y virtud en la guerra civil
Sin embargo, ¿no sería lo anterior recaer en una concepción maquiavélica o jacobina, en una forma de política burguesa?(2). Trotsky responde a esto de dos maneras. Por un lado, es decisiva la naturaleza social real de los contendientes;
esto es, si determinados medios se utilizan en función de la
emancipación social de la clase obrera o no. Para Trotsky, la naturaleza
social diferenciada de los contendientes lo era todo al respecto.
Incluso señalaba que las medidas durísimas de represión de los
bolcheviques en el poder sobre elementos burgueses (o influenciados por
los burgueses) en el fondo sólo servían para ahorrar vidas
proletarias, y en ese sentido el fin justificaba los medios. No otra
cosa decía Gramsci cuando rechazaba un examen abstracto del problema y
señalaba que todo dependía del fin efectivo al que conducía el medio.
Además, las circunstancias de guerra civil son circunstancias de excepción muy extremas que obligan, por necesidad, a aplicar determinados métodos y no otros: “La revolución clásica ha engendrado el terrorismo clásico. Kautsky está dispuesto a excusar el terror a los jacobinos reconociendo que ninguna otra medida les hubiese permitido salvar la República. Pero para nada vale esta justificación tardía. Para los Kautsky de fines del siglo XVIII (los jefes de los Girondinos franceses), los jacobinos personificaban el mal” (Terrorismo y comunismo, p. 55).
Queda claro que hablamos siempre de los enemigos de clase, de la burguesía, nunca de los métodos de la dictadura del proletariado en relación con la propia clase obrera, lo que ya es evidentemente otra cosa y nos pone en otra discusión, la crítica al jacobinismo desde la izquierda. Al respecto, remitimos a nuestra crítica al texto de Nahuel Moreno La dictadura revolucionaria del proletariado. Allí señalábamos que en condiciones normales de la dictadura proletaria deben regir ampliamente los métodos característicos de la democracia obrera (que siempre es una dictadura del proletariado sobre la burguesía, claro está). Los métodos de guerra civil deben ser empleados contra los enemigos de clase y sus agentes, nunca contra la clase obrera y los partidos que la representan legítimamente.
Allí agregábamos que Trotsky había introducido confusión en la segunda parte de otra obra, Terrorismo y comunismo (escrita a comienzos de los años veinte, y al calor de la pelea por sacar a Rusia de la desvastación en que la había dejado la guerra civil), al dejarse llevar por el “lado administrativo de las cosas” como le señalara oportunamente Lenin, pregonando el partido único, transformar los sindicatos en apéndices del estado, la militarización del trabajo y lindezas por el estilo. En las condiciones de devastación económica a la salida de la guerra civil, Trotsky creyó posible la aplicación de los métodos utilizados para organizar el Ejército Rojo a la misma, algo que de llevarse a cabo simplemente hubiera puesto en cuestión las bases mismas del Estado obrero. Militarizar a la clase obrera dejaría sin ninguna base real a la democracia soviética. Lenin, como es sabido, optó por lo opuesto: la libertad para los sindicatos de reclamar reivindicaciones obreras y la introducción limitada del mercado por intermedio de la NEP.
En todo caso, nunca debe olvidarse que los métodos de implacable lucha de clases, de guerra civil sobre las clases enemigas, se aplican siempre por las necesidades de la propia dictadura proletaria, pero nunca deben ser transformados en virtud: hacen a las características propias de un período de guerra civil que se le imponen a los revolucionarios. Pero la norma es trabajar siempre por la creciente ampliación de los márgenes de la democracia socialista.
En definitiva, como decía Clausewitz respecto de la guerra, el peor error que se puede cometer en ella es ser ingenuos: tiene una serie de reglas objetivas que le son propias y que no pueden desconocerse, so pena de ser aplastados. La tensión finalista del marxismo debe ser sostenida firmemente a lo largo de la guerra civil y los enfrentamientos. Pero eso no significa moverse con criterios abstractos y por encima de las determinaciones concretas, que fijan las reglas de juego y los medios a utilizar para combatir y vencer. Ya la sangre obrera vertida cuando la masacre en la Comuna de París mostraba que la clase obrera no debía ser ingenua. Trotsky insistía particularmente en esto en su balance de la Comuna, como veremos más adelante.
Los ríos de sangre que han corrido a lo largo del siglo XX no han hecho más que confirmar, a escala corregida y aumentada, esta lección. Sólo cabe subrayar una vez más que ese combate implacable debe estar realmente en manos de la clase obrera, sus organismos y partidos, y no de una burocracia que elevándose por encima de ella aplique esa violencia contra la clase obrera misma y no contra el enemigo de clase.
Trotsky, Gramsci, los Jacobinos y Maquiavelo
Las reflexiones de Gramsci sobre Maquiavelo son particularmente aleccionadoras respecto de este tema. El marxista revolucionario italiano subrayaba que, contra lo que suele suponer, El Príncipe de Maquiavelo era un texto pensado no para conservar el poder existente, para defender las fuerzas conservadoras (como el Leviatán de Hobbes) sino, por el contrario, para trasmitir enseñanzas del arte de la política a los sectores progresistas ascendentes. Gramsci insiste que hay que tratar El Príncipe como un texto científico que da cuenta de las reglas de toda la política; en todo caso, de toda política en la cual todavía existen el conjunto de escisiones que caracterizan a la política burguesa. Por eso Gramsci señalaba que sería un error analizar a Maquiavelo por fuera de las condiciones de su tiempo histórico, en el que era imposible pensar en términos de la autodeterminación de las grandes masas.
Las reflexiones de Gramsci sobre Maquiavelo son particularmente aleccionadoras respecto de este tema. El marxista revolucionario italiano subrayaba que, contra lo que suele suponer, El Príncipe de Maquiavelo era un texto pensado no para conservar el poder existente, para defender las fuerzas conservadoras (como el Leviatán de Hobbes) sino, por el contrario, para trasmitir enseñanzas del arte de la política a los sectores progresistas ascendentes. Gramsci insiste que hay que tratar El Príncipe como un texto científico que da cuenta de las reglas de toda la política; en todo caso, de toda política en la cual todavía existen el conjunto de escisiones que caracterizan a la política burguesa. Por eso Gramsci señalaba que sería un error analizar a Maquiavelo por fuera de las condiciones de su tiempo histórico, en el que era imposible pensar en términos de la autodeterminación de las grandes masas.
Entre El Príncipe moderno de Gramsci y Su Moral y la Nuestra de Trotsky parece haber vasos comunicantes, relativos al abordaje de El Príncipe como texto de ciencia política en el sentido de las condiciones o leyes objetivas que marcan la actuación de la política en las sociedades de clase. Y lo mismo decía Trotsky cuando señalaba que la lucha de clases era la ley suprema; es decir, cuando definía que los métodos de lucha en la guerra civil no los puede marcar ningún humanismo abstracto sino las realidades materiales de la propia lucha, so pena de sucumbir en ella. Algo que hace eco al propio Maquiavelo, que en El Príncipe recuerda que éste, al conducirse frente a sus amigos y súbditos, debe comportarse de acuerdo a la “verdad real y no los desvaríos de la imaginación”.
Gramsci también se refiere en estos textos, aunque más tangencialmente, al jacobinismo. Suele olvidarse que los jacobinos no eran los “guerreristas” de la revolución, lugar que correspondía a los girondinos (los que, a la vez, se revelaron como “conservadores sociales”(3). Sin embargo, el jacobinismo quedó históricamente identificado con el ala revolucionaria que se vio obligada a tomar medidas extremas en el momento más difícil de la revolución: “Los jefes lo repitieron sin cansarse: es un gobierno de guerra, y no se gobierna en tiempo de guerra como en tiempo de paz. Para asegurar la victoria, no basta decretar grandes medidas, sino que hay que aplicarlas revolucionariamente, es decir, por una autoridad que obre con la rapidez y el poder irresistible ‘del rayo’ (la definición es del propio Robespierre)”(4). Tales medidas ya forman parte del acervo revolucionario. Gramsci insistía en el carácter necesariamente violento de todo acto creador (ex novo) de una nueva sociedad, y reivindica ese aspecto de los jacobinos, a la vez que observa que la crítica a ellos (en su tiempo y también hoy) es en general conservadora (5). Trotsky sostenía lo mismo al afirmar que se podía llegar a una sociedad emancipada sólo por intermedio del puente de los métodos revolucionarios, los métodos violentos (jacobinos): “La dictadura de hierro de los jacobinos había sido impuesta por la situación sumamente crítica de la Francia revolucionaria (…) Los ejércitos extranjeros habían entrado en territorio francés por cuatro lados a la vez (…) A esto hay que añadir los enemigos del interior, los innumerables defensores ocultos del viejo orden de cosas, prestos a ayudar al enemigo por todos los medios” (Comunismo y terrorismo, p. 56).
En todo caso, cabe la crítica a los jacobinos en tanto “bonapartistas revolucionarios”, ya que no solamente tomaron duras medidas de represión hacia la derecha sino también hacia la izquierda. Así, ejecutaron a dirigentes de los enragés como Jean Roux y tantos otros, sin entender que al hacer eso se cavaban su propia fosa. Desde ya que rechazamos esa violencia contra las masas revolucionarias en función de los limitados objetivos de una revolución burguesa: nuestra posición está vinculada al carácter de la dictadura revolucionaria que defendemos (dictadura del proletariado) como la dictadura más enérgica sobre la clase enemiga, pero que al mismo tiempo debe ser la más amplia democracia para la clase revolucionaria. (6)
Así, maquiavelismo y jacobinismo son, dentro de determinados parámetros, necesidades inevitables en medio de la agudización de la revolución y la guerra civil, de las cuales ningún partido revolucionario puede prescindir, porque hacen a las características o leyes de la lógica de toda revolución.
Lo que sí es injustificable y contrario a los principios de autodeterminación de la clase obrera es que esos mismos métodos sean volcados sobre los explotados y oprimidos. En esto la revolución proletaria se diferencia tajantemente de sus precedentes, especialmente la revolución burguesa. Ese límite no se puede franquear: no se puede acompañar, y menos acríticamente, el “sustituismo revolucionario” que campeó sobre todo en la segunda mitad del siglo pasado. El balance de las revoluciones ha demostrado que la liberación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos o no habrá emancipación posible. Como decía Rosa Luxemburgo, la revolución socialista es la primera en que las mayorías hacen la revolución en interés de esas mismas mayorías. O, según la definición de Lenin en el mismo sentido, la primera revolución realmente popular.
El balance de la Comuna y las reglas de excepción que plantea toda guerra civil
Si Marx y Lenin prefirieron centrar su atención en las enseñanzas positivas de la Comuna, Trotsky estaba preocupado por marcar las ingenuidades y limitaciones
de la experiencia, que le costaron su existencia. La Comuna invirtió
demasiado tiempo en llevar adelante una elección municipal a finales de
marzo de 1871, en momentos en que estaba cercada y amenazada. Organizar
una elección en semejantes condiciones es considerado por Trotskyuna
dispersión de esfuerzos inaceptable dadas las circunstancias. Trotsky
también debate acerca de cuál era el verdadero órgano de
representación de la Comuna, su organismo de poder. Y concluye que lo
expresaba el Comité Central de las milicias populares encargadas de la
defensa de la Comuna frente al asedio de los ejércitos francés y alemán
(aunque ese comité, dirigido aparentemente por diletantes, nunca se
terminara de asumir como tal).
Trotsky polemizó con Kautsky, que tenía una apreciación abstracta (y, en el fondo, reaccionaria) de la democracia revolucionaria, como si pudiese ponerse por encima de las determinaciones concretas de la lucha de clases y perdiendo de vista el contenido de clase y revolucionario que necesariamente tiene la dictadura proletaria. Contra Kautsky, Trotsky señala que cuando el proletariado se halla en una fortaleza sitiada debe jerarquizar las armas y poner todo al servicio de triunfar en la batalla, sin dar lugar a “romanticismos” que sólo pueden alejar a la clase obrera del triunfo. Eso se suele pagar carísimo: decenas de miles de comuneros fueron fusilados inmediatamente después de la derrota, lección histórica que pretendió dar la burguesía francesa a la clase trabajadora no sólo de su país sino de toda Europa y el mundo.
Sin embargo, uno de los aspectos en los que se resentía la visión de Trotsky es en haber aceptado los términos del debate planteado por Kautsky. Es decir, discutió en términos de la abstracta contraposición entre “dictadura” y “democracia”, sin subrayar que la dictadura del proletariado es una democracia de nuevo tipo en relación con los explotados y oprimidos, más allá de las medidas de excepción que se viera obligada a tomar en medio de la guerra civil contra el enemigo de clase. En esta discusión se perdía de vista que la dictadura proletaria es a la vez una democracia socialista, so pena de la clase obrera sea desalojada del poder, como ocurrió a la postre en la ex URSS. (7)
En todo caso, en Su Moral y la Nuestra y en la elaboración de
los años 1930, Trosky había corregido ya algunas de sus
unilateralidades "entusiastas" de comienzos de los años veinte,
proveyendo con este texto una serie de criterios ineludibles a la hora
de la política revolucionaria en una época de crisis, guerras y
revoluciones como podría llegar a reabrirse al compás de la crisis
histórica del capitalismo que estamos transitando.
Notas:
(1)
El filosofo positivista estadounidense Dewey, que fue juez en el
proceso que organizó Trotsky para defenderse de las acusaciones de los
juicios de Moscú, señalaba, con un argumento puramente formal, que en
el texto de Trotsky estaba la contradicción que ponía como un fin un
elemento que, en definitiva, era un medio: la lucha de clases. No
entendió que Trotsky hablaba de otra cosa: del carácter de la lucha de
clases como criterio supremo a la hora de analizar la correspondencia
entre fines y medios en la revolución social.
(2)
Sobre el jacobinismo, recordemos que fue el punto más extremo de la
Revolución Francesa, ycorrespondió a algo universal de toda verdadera
revolución, burguesa o proletaria: la necesidad de aplicar métodos de excepción en duras condiciones.
Sin embargo, en el caso de los Jacobinos, no dejaron de ser medidas
extremas pero de la revolución burguesa, y, por lo tanto, por su propia
naturaleza, con un fuerte contenido de sustituismo social,
razón por la cual los mismos fueron criticados por Marx (quien, como
señalara el marxista estadounidense Hal Draper, reivindicaba a otras
corrientes de la revolución). También recordamos el clásico trabajo del
anarquista trotskizante francés Daniel Guerin, La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa, donde señala que los jacobinos no solamente pegaron hacia la derecha sino también hacia la izquierda, a los enragés que reclamaban por la carestía de la vida y la falta de concesiones hacia las masas laboriosas.
(3)
Como análisis histórico sumamente agudo y resumido de los avatares del
poder jacobino en particular y de la revolución francesa en general y a
tono ilustrativo de lo que venimos señalando, recomendamos leer La revolución francesa y el imperio (1787-1815), Georges Lefevbre, Breviarios, Fondo de Cultura Económico, México, 1986.
(5)
De entre muchas de estas críticas conservadoras podemos citar las del
ex militante comunista y crítico liberal de las revoluciones francesa y
rusa, Francois Furet, por no cita la de una de sus inspiradoras, la en
el fondo también liberal, Hannah Arendt.
(6)
Un tema polémico a este respecto, que aflora en la crítica de Victor
Serge a Trotsky, es el de la represión al levantamiento de Kronstadt en
1921. Ya hemos señalado en otra parte que la justificación para su
represión, votada por unanimidad en el Congreso del Partido Bolchevique
por todas sus tendencias, se comprendió siempre como un caso de extrema
necesidad, de salvación de la revolución, una desgracia inevitable y
no como una ley o virtud. Por otra parte, esos marineros de 1921 ya no
eran los de 1917 (tenían mayor composición campesina), y
lamentablemente fueron instrumentalizados por la contrarrevolución.
(7) Corrigiendo una aseveración equivocada que hicimos años atrás, en El renegado Kautsky
Lenin era mucho más cuidadoso que Trotsky al abordar este debate, y se
refería explícitamente a la contraposición entre democracia burguesa y
democracia proletaria. Es decir, evitaba la mecánica oposición entre
“dictadura y democracia” que había planteado Kautsky como fondo del
debate.
-
No hay comentarios.:
Publicar un comentario